
Fernando O. Ulloa
Novela
clínica psicoanalítica
Historial de una práctica
PAIDOS
Buenos Aires
Barcelona
México
Cubierta
de Gustavo Macri
Motivo de
tapa:
Fragmento
de Cuadriga persa, dibujo de María
Celia González Gay la. edición, 1995
Impreso en
la Argentina ‑ Printed in Argentina
Queda
hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Defensa 599, Buenos Aires
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reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.
ISBN 950‑12‑4191‑2
INDICE
Prefacio I ........................................................................ 11
Prefacio II .. .................................................................... 24
PRIMERA
PARTE
I. Historial de una práctica clínica ...................................... 33
1. La narración en la clínica .......................................... 33
2. La noción de herramienta clínica, algo
personal .......... 38
3. La novela clínica neurótica de Don
Pascual ........ .........40
4. Pichon Riviére, un maestro que nunca fue
ciruela ........ 55
5. Los barquitos pintados hicieron puerto
en Rosario ....... 63
6. La asamblea clínica y la comunidad
clínica .................. 69
7. El primer seminario universitario sobre
psicología
institucional . ............................................................... 75
8. Mi amigo José Bleger ................................................ 77
9. Los grupos operativos disciplinados ........................... 80
10. El éxodo de los bastonazos ...................................... 84
11. Los pasos metodológicos como niveles de
análisis
en el abordaje de una institución ................................... 86
12. El acompañamiento corresponsable en una
intervención institucional ............................................... 95
13. Otra vuelta por las herramientas
clínicas
personales ................................................................... 102
14. La abstinencia psicoanalítica, una
actitud no
indolente ..................................................................... 109
15. La novela neurótica del psicoanálisis ........................ 117
16. La ternura como fundamento de los
derechos
humanos ..................................................................... 131
17. Las campanas solidarias de Marie Langer
................. 140
18. "H 8", algo más que "llámelo
hache" ..... ...................144
19. Adenda final ........................................................... 149
SEGUNDA
PARTE
II. Desde los procederes de la crítica
literaria a la
clínica psicoanalítica como un proceder crítico
.................... 153
1. El psicoanálisis y los procederes
críticos ..................... 153
2. Consideraciones acerca de los aforismos ................... 174
III. La tragedia y las instituciones ..................................... 185
IV. Propio análisis ........................................................... 205
TERCERA
PARTE
V. La difícil relación del psicoanálisis con la
no menos
difícil circunstancia de la salud mental ............................... 231
1. "La salud mental, un desafío para
el psicoanálisis
en su siglo de vida" ..................................................... 231
2. Cultura de la mortificación y proceso de
manico-
mialización, una reactualización de las
neurosis
actuales [Aktualneurose]
................................................. 236
VI. El lugar del sujeto y la producción de
subjetividad ......... 257
1. Así hablaba Cañuqueo .............................................. 264
CUARTA
PARTE
VII. La amistad, el psicoanálisis y sus
alrededores ............. 269
1. Cuentos con tigres y alguna rata ............................... 269
2. Del amor por las palabras y las palabras
amigas......... 273
3. La poco amable política de Tebas .............. ,.............. 275
VIII. Tres
ámbitos y sus modos correspondientes de
amistad ............................... :.................................. 287
IX. La amistad en el psicoanálisis ...................... :..... :...... 301
1. Una preocupación personal temprana ....... .................301
2. Relaciones entre candidatos II .................................. 304
3. Los duelos esenciales de lo conocido no
sabido ........... 318
V. LA DIFÍCIL RELACIÓN DEL
PSICOANÁLISIS
CON LA NO MENOS DIFÍCIL
CIRCUNSTANCIA
DE LA SALUD MENTAL
1. "LA SALUD MENTAL, UN DESAFÍO PARA EL PSICOANÁLISIS EN SU
SIGLO DE VIDA"
Éste fue el título de una
charla abierta, seguida de dos seminarios, que dirigí en octubre de 1994 en
Barcelona, en la sede del IPSI, institución psicoanalítica que dirige mi amigo
Valentín Baremblitt.
Los textos que componen esta
tercera parte contienen dispersas las principales ideas allí desarrolladas.
"Cultura de la mortificación y proceso
de manicomialización" fue la ponencia con que cerré un congreso de
psicoanálisis y técnicas grupales, realizado unos días antes en Zaragoza. Fui
invitado a estas jornadas por otros amigos españoles, Nicolás e Isabel Caparrós.
También fueron amigos ‑Victorio
y Elvira Nicolini‑ los que en ese mismo viaje me propusieron dar una
conferencia y un posterior seminario en el Departamento de Psicología de la
Universidad de Bologna, sobre temas semejantes, quizá más centrados en procederes
clínicos.
¿Es la amistad título
suficiente para acceder a estas actividades? No lo es el mero amiguismo, pero
si este sentimiento está sostenido por años de acompañamiento en el desarrollo
de actividades psicoanalíticas, compartiendo una visión del mundo y un compromiso
ético semejante, está claro que se validan títulos. La amistad, cuando es solidaria
con la producción en común de inteligencia, puede generar la valentía, el
alegre talante y hasta el adueñamiento del propio cuerpo, necesarios para
habérselas con la resignada mortificación hecha cultura, aquella donde zozobra
el sujeto frente a la moral con valor de estadística.
Pero no basta la amistad,
siempre algo fortuita, para estos cometidos que enfocan la artesanía clínica
sobre lo social, desde la perspectiva del psicoanálisis; también es imprescindible
la atenta consideración de los procesos íntimos donde zozobra, sobrevive o se
afirma la producción viva dé subjetividad. Por esto incluyo algunos pasajes de
un texto con el que participé en un seminario sobre "El lugar del sujeto
hacia el fin del milenio". Durante varios meses, distintos expositores
sostuvieron en él disímiles e incluso encontradas propuestas, a lo largo de un
debate crítico que apuntaba a dar respuestas al agobio y desconcierto socio‑cultural
con que nos aproximamos al fin de siglo y de milenio. Tuvo lugar en ATE, sede
del sindicato de trabajadores del estado.
Termino con un breve texto,
relacionado con los quince años de esfuerzos de las Madres de Plaza de Mayo.
Es posible que el término
"desafío", aplicado al psicoanálisis, que encabeza esta tercera
parte, presente más inconvenientes que beneficios, sobre todo si aproxima la
idea un tanto grotesca de un analista militante de su causa.
Siempre me ha parecido
opuesta a los procederes críticos y autocríticos asumirse militante de alguna
posición psicoanalítica, defendiendo una pertenencia escolástica, en general
sujeta a jefaturas transferenciales. Esto sin dejar de reconocer que un
psicoanalista, más aún si está comprometido en una práctica social, es una
persona no neutralizada en su condición política, como un aspecto constitutivo
de su subjetividad. No tiene por qué dejar de ser activo ciudadano de su ciudad,
si esto cuadra a su deseo.
Claro que confiero un lugar
destacado a la perspectiva política, a partir de mi propia experiencia en la
numerosidad social, trabajando desde un interés por la salud mental. Una
actividad estrechamente entramada con la cultura y atenta a la causa de los derechos
humanos, en un sentido amplio y cotidiano, que va más allá del valor
indeclinable que esta idea tiene frente a las groseras transgresiones de la
impunidad represora.
Las militancias
psicoanalíticas suelen ser secuelas de procesos transferenciales con fuerte
desarrollo, sin que tenga lugar concomitantemente su análisis. Algo pasible de
ser englobado bajo el nombre ‑un poco extraño‑ de analistas‑ianos, aquellos
adscritos a "un ianismo" encabezado por las figuras principales de la
historia del psicoanálisis (freudianos, kleinianos, lacanianos, etcétera).
Es innecesario destacar que
este "ianismo" nada tiene que ver con la rigurosa toma de posición
con que muchos analistas profundizan y acrecientan las líneas conceptuales de
estos maestros. Se suele rechazar con algún fundamento esta nominación de
maestro dentro de la transmisión psicoanalítica, mas es imposible negar la
maestría de aquellos que, a lo largo del siglo de vida del psicoanálisis, han
promovido estímulo transferencial para hacer de quienes toman una determinada
línea conceptual, algo más que alumnos (privados de propia luz) y sí
acrecentadores de un pensamiento. Entonces, la pertenencia freudiana,
kleiniana, lacaniana u otra cualquiera es, primero, adueñamiento de las propias
pertenencias singulares de cada sujeto.
Estas coherencias conceptuales
son requisito necesario para articular la práctica psicoanalítica con la salud
mental. Un desafío metodológico y técnico, habida cuenta de que un analista en
esas condiciones debe abandonar los tradicionales dispositivos de una disciplina,
puesta a punto jugando de local, para enfrentarse, visitante, con las
producciones socioculturales, sobre las que se despliega la idea de salud
mental, munido de la mayor riqueza conceptual posible ‑y no sólo la psicoanalítica‑.
La noción de cultura que
utilizo como soporte y entramado de la salud mental, la desarrolla muy bien
Freud en los capítulos iniciales de El
porvenir de una ilusión, título que hoy, frente a algunos avances de la
posmodernidad y las claudicaciones de los horizontes de la modernidad, suele
expresarse, casi como un lugar común, en zozobrante ilusión de un porvenir.
La perspectiva del abordaje
psicoanalítico de este encimamiento entre salud mental y cultura supone
trabajar con las organizaciones institucionales, en tanto lugares donde se
procesan los esfuerzos para obtener los bienes necesarios a la organización y
subsistencia de las gentes.
Resulta algo paradójico que
el enriquecimiento conceptual y metodológico que va adquiriendo un
psicoanalista, decidido a sostener su quehacer en la numerosidad social, con
frecuencia lo llevará a considerar el campo de la pobreza como ámbito de su
acción clínica, dado‑que es en 'el escándalo de la marginación y sus miserias
donde el sujeto aparece en situación de máxima emergencia.
Un psicoanalista que pretenda
trabajar en sectores sociales empobrecidos habrá de operar sobre el tríptico
salud mental/ ética/derechos humanos, como ruedas‑engranajes del abordaje
clínico. El atascamiento de uno de estos engranajes altera los otros, y la dinamización
de uno cualquiera de ellos dinamiza a los demás.
Si el psicoanálisis se ha
planteado, en las últimas décadas, no retroceder frente a la psicosis, ¿qué
decir frente a esta situación límite, más abarcativa aún que la locura?
Esta opción es algo inherente
al psicoanálisis y su ética y no caben consideraciones samaritanas que de hecho
cuestionarían al mismo psicoanálisis, reducido a práctica proteccionista.
No me estoy refiriendo a un
psicoanálisis de la pobreza, cosa que
implicaría una psicologización totalmente ilegítima de la marginación, sino al
psicoanálisis en la pobreza. Cuando
digo pobreza me refiero tanto al escándalo que promueve en los sectores más
marginados, como a aquellas organizaciones institucionales, por lo común del
ámbito asistencial o educativo, que presentan una carencia crónica de recursos,
no sólo de equipamiento y presupuesto, sino en cuanto a la capacitación‑de sus
integrantes. Resulta todo un síntoma que precisamente sean las instituciones
más pobres las que deban ocuparse de los sectores empobrecidos, aunque no
necesariamente es de psicoanalistas pobres encaminar estas prácticas.
Ya veremos cómo los procesos
de manicomialización que infiltran el quehacer asistencial, aun en condiciones
de cierto confort económico y
cultural, suponen, en cuanto a producción de subjetividad, un pertinaz
empobrecimiento en quienes tienen la responsabilidad de conducir estos
organismos. Por supuesto que existen excepciones.
La inserción del
psicoanálisis en el campo de la cultura cotidiana revitaliza y abre nuevas
perspectivas, por cierto en arduo proceso, no fácil de sostener, entre otras
razones porque el psicoanálisis debe renunciar a cierta pretensión hegemónica
acerca de su saber. Esto está marcado por el viraje de la clásica formulación
de Freud, en el sentido de "El múltiple interés del psicoanálisis para
otras disciplinas", al planteo contrario: el múltiple interés del
psicoanálisis por otras disciplinas. Se gana así una óptica más abarcativa y
un enriquecimiento no necesariamente interdisciplinario, en el que el psicoanálisis
no forzará arbitrarias articulaciones con otras ciencias, aun si reconoce que
en ocasiones también de ahí se pueden extraer algunos beneficios.
Será necesario, no obstante,
estar atento a no hacer reduccionismos conceptuales ni metodológicos de la
noción y del accionar inconsciente. Cuando este reduccionismo se opera desde
explicaciones médico‑biológicas, sociológicas, filosóficas, etcétera, desaparece
el carácter esencial del descubrimiento freudiano, a la par que se
psicologizan arbitrariamente estas prácticas. Baste con no dejar de advertir la
incidencia abarcativa de los factores inconscientes en todo aquel que sostiene
su disciplina, cualquiera que ésta sea. Pero esta definitiva importancia del
sujeto del inconsciente no da patente de corso al psicoanálisis. Así entiendo
ese múltiple y recíproco interés que dinamiza saberes.
En el orden personal, esta
dinamización me animó a incursionar en campos como la física y sus
concepciones sobre el tiempo cósmico, el cuántico y el que corresponde a la temporalidad
psíquica. El tiempo abre perspectivas por demás interesantes en cuanto a la
constitución del aparato psíquico y a los procesos del aprender, a partir del
nacimiento mismo y el consecuente despliegue de la subjetividad. Otra área que
quizá también parezca extra‑psicoanalítica es la de los procederes críticos,
aunque es obvio que la clínica, sobre todo la que sostiene nuestra práctica, es
esencialmente un quehacer crítico.
Esto, por supuesto, coloca en
beneficiosa tensión la disciplina de la abstinencia y la no neutralización del
operador, aun respetando lo que se conoce como neutralidad clínica. Una tensión
benéfica que aleja al psicoanálisis de las tentaciones indolentes.
La idea que quiero destacar
es que el psicoanálisis concebido como una disciplina, en la que teoría y
práctica se cierran sobre sí mismas, puede impulsar un proceso de mortificación
que promueve formas rituales propias del "ianismo", entrando en la
palidez mortecina de una práctica retórica, e incluso vacía, incapaz de
registrar los matices que tiene enfrente y apagando el carácter revulsivo de
los procesos inconscientes.
Lo anterior pretende ilustrar
‑tal vez sólo sugerir‑ el modo como un psicoanalista que se proponga no
retroceder frente a las condiciones del sujeto en emergencia, sobre todo cuando
se contextúan las distintas versiones de la pobreza, deberá presentar un equipamiento
conceptual y metodológico nada pobre, capaz de representar alguna oportunidad
para revertir la agonía del sujeto coartado. Frente a esta situación, el
psicoanálisis tiene algo que decir, aunque sea preciso saber que no tiene que
decir todo ni lo más importante. Pero lo que diga será fundamental, cuando
empiece por decirlo de sí mismo a través de quienes asumen la responsabilidad
de enfrentar situaciones como la mortificación, tema del que enseguida
habremos de ocuparnos.
2. CULTURA DE LA MORTIFICACIÓN Y PROCESO DE MANICOMIALIZACIÓN UNA
REACTUALIZACIÓN DE LAS NEUROSIS ACTUALES [AKTUALNEUROSE]
Hace un tiempo, en un reportaje
inicialmente referido a la inquietud de una periodista que debía hacer una nota
acerca de una estadística, al parecer demostrativa de una notoria merma de las
relaciones sexuales en la población general, introduje la noción de
"mortificación". Me refería con ella a una verdadera producción
cultural, que cada vez parece involucrar a sectores sociales más amplios. La
idea central consideraba que si las estadísticas monitoreaban realmente una
merma en la producción erótica, debía existir alguna razón específica, con
valor de factor epidemiológico, para esta situación. A esa supuesta razón con
valor de hipótesis, que propuse en ese reportaje, la denominé "cultura de
la mortificación".
No dejó de sorprenderme que
una nota en la cual aludía a cosas bastante conocidas de mi práctica
psicoanalítica en el ámbito social, provocara un considerable número de
llamados telefónicos, alguna carta e incluso invitaciones a discutir mis ideas
en ámbitos interesados en el psicoanálisis y lo social; pero sobre todo, atrajo
mi atención el número de comunicaciones, en general breves y con tono de
reconocimiento, de personas que no conocía, alejadas de Buenos Aires e incluso
del quehacer psicológico.
Reflexionando sobre la
naturaleza de esta resonancia, encontré una explicación relacionada con algunas
observaciones de la clínica psicoanalítica frente a pacientes intensamente
angustiados durante una entrevista, así como en consultas telefónicas con personas
desconocidas, a quienes posiblemente no habría de entrevistar, dado que el llamado
se hace desde una distancia geográfica más o menos insalvable en lo inmediato.
En esas condiciones, en que están muy mermadas las posibilidades de conseguir
algún beneficio clínico para quien demanda, solemos experimentar, tal vez
paradójicamente, un particular empeño por aliviar su sufrimiento.
La experiencia muestra lo
importante que resulta para ese propósito, nombrar con sentido diagnóstico no
ya el afecto angustiante destacado sino un matiz más preciso de ese
sufrimiento. No es lo mismo decir, en términos generales, "Usted está
angustiado", cosa obvia y redundante, que señalar a nuestro interlocutor,
con mayor precisión, que está preocupado, asustado, enojado, desesperanzado, o
desesperado; se trata de aludir a los matices propios de la tristeza, que
complementan todas estas posibilidades. Incluso se puede intentar explorar la
magnitud de esos sentimientos. Una forma eficaz de intervención es aludir al
sufrimiento de nuestro interlocutor en relación con lo experimentado
corporalmente: un gran peso, algo que lo inunda, su cabeza ocupada, la falta de
fuerzas, etcétera.
Si logramos nombrar con
cierta justeza el matiz emocional de quien nos demanda, posiblemente los
efectos han de reflejarse en un diálogo que empieza a adquirir un animoso
entendimiento mutuo, que no existía de entrada; avanza entonces la impresión de
algo distinto y auspicioso que comienza a suceder.
La conciencia compartida de
un sufrimiento reconocido abre la posibilidad de reducir los efectos de la
angustia tóxica sobre el vegetativo corporal de quien demanda ayuda,
permitiéndole investir libidinalmente una idea que se hará pensamiento y
diálogo; a partir de ahí, será viable, aun a distancia, establecer una
producción transferencial con expectativas de alivio. En ese estado, quizá
llegue a dibujarse un paso siguiente, por donde empiece a circular la
inteligencia necesaria para buscar salida a los infortunios de la vida y los
avatares neuróticos que han paralizado al sujeto. Todo esto si recordamos ‑un
tanto aforísticamente‑ que la clínica psicoanalítica no promete la felicidad
pero tampoco la desmiente, en la medida en que se pretende aportar algún alivio
(aun el de la meditada tristeza, cuando se trata de un pesar inevitable).
Algo semejante parece haber
ocurrido cuando introdujo en aquel reportaje la frase "cultura de la
mortificación". Debo haber nombrado, sin proponérmelo y bastante ajustadamente,
un matiz del sufrimiento social contemporáneo que afecta a sectores aún no del
todo sumergidos en la mudez sorda y ciega de la mortificación. Las gentes en
esta situación son testigos, diría en peligro, amenazados por esa mortificación
en la que todavía no han zozobrado. Por eso aparecen sensibles cuando se nombra
el matiz del sufrimiento, advirtiendo en ello una salida, aunque sea
simplemente la de hacer inteligencia compartida sobre esa realidad. Cabe aquí
hablar de cultura en sentido estricto, pues no ha desaparecido la producción de
pensamiento ni el suficiente valor para resistir, bajo la forma de protesta que
incluso puede animar alguna transgresión, enfrentando un estado de cosas que en
el ámbito institucional de esa persona provoca sufrimiento.
Cuando zozobra la conciencia
de mortificación, se abre paso una pasividad quejosa y alguna ocasional infracción,
respecto de las cuales es impropio sostener el significado del término
cultura. Tal vez cabe pensar en una suerte de sociedad anónima de mortificados,
en la que pueden comenzar a darse los mecanismos que en el capítulo de la salud
mental corresponden a los procesos manicomiales, como formas clínicas terminales
de la mortificación que afectan a algunos, mientras la mayoría quedará
englobada en un marcado empobrecimiento subjetivo. A estos últimos,
difícilmente los alcance algún mensaje como el señalado al comienzo. Algo más
que sutiles matices se necesitan para conmover el acostumbramiento y la
coartación que experimentan como sujetos.
Le asigno al término
"mortificación", más que el obvio valor que lo liga a morir, el de
mortecino, por falta de fuerza, apagado, sin viveza, en relación con un cuerpo
agobiado por la astenia cercano al viejo cuadro clínico de la neurastenia,
incluido el valor popular de este último término como malhumor. Un malhumor
que en algunas ciudades como Buenos Aires bien puede denominarse "humor
del carajo", expresión que declina en su carácter de insulto fuerte, para
expresar con mayor justeza un sentimiento personal de dolor enojado e impotente.
La mortificación aparece por
momentos acompañada de distintos grados de fatiga crónica, para la que
periódicamente se ensayan explicaciones etiológicas, que van desde formas
ambiguas del stress hasta patologías virales difusas o definidas, como los
citomegalovirus e incluso las denominadas encefalitis miálgicas, en los cuadros
mayores y dolorosos.
Un cansancio sostenido parece
haberse instalado en muchos cuerpos en este fin de milenio, que actualiza una
figura arqueológica de la psicopatología del fin de siglo pasado, descrita por
Freud como actual neurosis; sus formas más conocidas son la hipocondría, la
neurosis de angustia y la neurastenia.
Hechas estas aclaraciones,
encuentro útil seguir empleando el término mortificación. Una vez que ella se
ha instalado, insisto, el sujeto se encuentra coartado, al borde de la supresión
como individuo pensante.
Existen algunos indicadores
más o menos típicos de esta situación, tales como la desaparición de la
valentía, que da lugar a la resignación acobardada; la merma de la inteligencia,
e incluso el establecimiento de una suerte de idiotismo, en el sentido que el
término tenía en la antigua Grecia, cuando aludía a aquel que al no tener
ideas claras acerca de lo que le sucede en relación con lo que hace, tampoco
puede dar cuenta pública o privadamente de su situación. En esto consistía la
condición de idiota, un tanto alejada del significado actual, más insultante.
Es el sentido diagnóstico de entonces el que aquí recupero.
Tampoco puede haber alegría
en la mortificación y es obvio el resentimiento de la vida erótica, posiblemente
la causa epidemiológica a la que aludía en el reportaje.
En estas condiciones
disminuye y aun desaparece el accionar crítico y mucho más el de la
autocrítica. En su lugar se instala una queja que nunca asume la categoría de
protesta, como si el individuo se apoyara más en sus debilidades, para buscar la
piedad de aquellos que lo oprimen.
Como ya señalé, no habrá
demasiadas transgresiones, a lo sumo, algunas infracciones. La transgresión es
fundadora, en el sentido en que implica un principio de respuesta mayor, a cara
o cruz; también supone el riesgo de morir en la demanda. No así la infracción,
que se conforma en general con obtener alguna mezquina ventaja, aprovechando
circunstancias propicias, a la manera de "bailemos en el bosque mientras
el lobo no está...". Quienes se encuentran en estas condiciones
culturales, tienden a esperar soluciones imaginarias a sus problemas, sin que
éstas dependan de su propio esfuerzo. Esto los hace, con frecuencia, propensos
a elegir conductores políticos entre quienes mejor y de hecho, más
"mentirosamente", se ajusten a este ideario imaginativo. El fácil
engaño es común en la mortificación.
Éste es un primer abordaje de
la idea, como condensación de sufrimiento y muerte ‑básicamente del sujeto‑,
que en sus extremos mayores llega a producir autómatas "idiotas" griegos.
Esta aproximación a la
mortificaci1n se hará mayor si la contrastamos con otra figura fundamental en
el desarrollo cultural humano, de la que me he ocupado con frecuencia bajo el
nombre algo genérico de "institución de la ternura". El término
aplicado a "institución", que califica la ternura ‑la inicial materno
infantil‑ alude al hecho de que bien puede decirse de ella que se trata del
oficio más viejo de la humanidad, del que todos hemos sacado tanto beneficio
como perjuicio. En este sentido, la ternura tiene prioridad sobre una antiquísima
forma de mortificación social, a la que habitualmente se ubica en el principio
de los tiempos: la prostitución.
A la ternura se la
identifica, en general, con la debilidad y no con la fortaleza, y se la refiere
tanto a la invalidez infantil como a los aspectos fuertemente débiles del amor.
Sin embargo, la ternura es el escenario mayor donde se da el rotundo pasaje
del sujeto ‑nacido cachorro animal y con un precario paquete instintivo‑ a la
condición pulsional humana. Es motor primerísimo de la cultura, y en sus
gestos y suministros habrá de comenzar a forjarse el sujeto ético.
La ternura es un gesto
transmisor de toda la cultura histórica que habrá de imprimirse en el sujeto
infantil. Gesto transmisor que, tanto en la remota era de piedra como en la de
las estrellas, siempre habrá de producir memoria que no hace recuerdos, pero sí
el alma ‑patria primera de los hombres, al decir del poeta.
En función de sus atributos
básicos, la ternura será abrigo frente a los rigores de la intemperie,
alimento frente a los del hambre y fundamentalmente buen trato, como escudo protector
ante las violencias inevitables del vivir.
De "buen trato"
proviene "tratamiento", en el sentido de "cura", y esto,
por contraste, nos lleva a entender más la mortificación, sobre todo cuando
nos enfrentamos con una de sus formas terminales, que es paradigma de maltrato
y máxima patología de los tratamientos cuando organizan el manicomio, no
necesariamente limitado a la institución hospitalaria.
Hablar de un tema tan
polifacético y controvertido como el de la manicomialización y su articulación
con la mortificación puede implicar el riesgo de dispersión que remede la locura,
o el de una arbitraria simplificación propia del maltrato manicomial. Con
estas dos ideas, locura y maltrato, introduzco algo que en mi criterio configura
un proceso central en la manicomialización, que podría ser formulado así: la locura
promueve con frecuencia reacciones de maltrato ‑y el maltrato incrementa el sufrimiento
de la locura, incluso la psicosis. Este maltrato no sólo está referido al
fastidio, el miedo, la rabia que suele despertar el trato con la locura, sino
que hay algo más específico, inherente a la locura misma, promotor de
reacciones en quienes tienen a cargo su cuidado. Élida Fernández, en su libro Diagnosticar la psicosis,[1] desarrolla al respecto interesantes
ideas, que inspiraron las mías. En primer término, hay dificultades
diagnósticas, ya sea porque la certeza o la incongruencia del decir loco hacen
difícil entenderlo y, en consecuencia, poner en palabras ese diagnóstico. Por
esta razón, con frecuencia queda encuadrado de un modo estándar, con todos los
beneficios de la nosografia, pero también con todas las arbitrariedades
anuladoras de la singularidad clínica de ese sujeto. A menudo se lo etiqueta,
no menos ambiguamente, como psicótico, esquizofrénico, maníaco, depresivo ‑y
ahí zozobra el sujeto.
En esa estandarización que
anula al sujeto puede fácilmente deslizarse el maltrato, un maltrato que
comienza por repudiar el porqué y el para qué de los síntomas, sobre todo
cuando éstos asumen formas delirantes.
Pero al mismo tiempo que el
problema es diagnóstico, también es pronóstico, porque las dificultades que
provocan las incertidumbres del primero, sugieren cronicidad o deterioro, o al
menos lo incierto. Si no se sabe qué decir diagnósticamente, también es difícil
saber qué hacer desde el punto de vista del pronóstico. Entonces aparecen los
tratamientos que cortan por lo sano, vale decir que cortan todo lo sano. El
encierro comienza por ser diagnóstico y pronóstico y termina manicomial. Hay
ocasiones en que es necesario internar a un paciente, pero hacerlo resulta
totalmente distinto al saber y expresar que se trata de un modo de reconocida
impotencia del operador, y no un proceder dictado desde la soberbia, para
enmascarar una eventual invalidez del clínico. Saberlo es de buen manejo
clínico.
Este acontecer de la locura
provocando maltrato, el que a su vez acrecienta la locura, es un hecho central
en el proceso de manicomialización. Una sobredeterminación convergente que
instaura la situación concreta, donde los locos inventan la conducta de los psiquiatras
y éstos inventan a los locos; ningún espacio para la simbolización, ningún espacio
lúdico para la creación de inteligencia, para el pensamiento crítico.
Si como señalé antes la
ternura crea el alma como patria primera del sujeto, el manicomio, institución
del maltrato por excelencia, inspira desalmados, cuerpos apátridas de vida.
Puede que en él exista el abrigo, pero impregnado de desamparo; el alimento estará
más próximo a la carroña que a la leche, pero sobre todo, prevalecerá la
automatización del trato de la maldad, que abarcará a tratados y tratantes,
incluso responsables y ejecutores de esa situación. Es en este sentido que la
mortificación, bajo su aspecto manicomial terminal o en las formas más leves
que lo preceden, es el paradigma opuesto a la ternura.
Pero la historia de la
manicomialización no comienza en el manicomio; suele iniciarse en la cuna. En
la de todo ser humano y en la de la civilización, muy especialmente en la de
todo proyecto que se propone hacer algo en relación con la salud y, en
especial, con ese concepto por momentos equívoco de la salud mental, como producción
cultural o como entramado que teje y desteje la idea de salud y enfermedad
mental ‑y de hecho la corrupción manicomial‑.
Si la cultura se expresa en
obras, no sólo de arte sino en toda producción consecuente con el saber y hacer
del hombre para conseguir los bienes y los males del vivir, el manicomio
también es una obra de arte, un clásico en el arte del oprobio. Cada ciudad
tiene sus talleres y museos manicomiales, donde recrea y expresa las desvergüenzas
de la mortificación.
A partir de este telón de
fondo que amalgama cultura y salud mental y donde lo manicomial es la forma
clínica terminal del maltrato, pueden suponerse formas previas de este estado
final, que desde una perspectiva clínica podrían ser diagnosticadas tempranamente.
Tal vez formas sub‑clínicas capaces de infiltrar, desde el comienzo, todo
proyecto cultural ‑y principalmente aquellos que se ocupan de preservar la
salud‑.
Cada vez que arbitrariamente
prevalece la ley del más fuerte y se instaura lo que bien puede denominarse la
protoescena manicomial, la encerrona trágica, se avecinan los procesos
manicomiales, presentes o futuros. Los encierros de esta naturaleza ocurren en
la familia, la escuela, el trabajo, las relaciones políticas y en toda mortificación
más o menos culturalizada, extendiendo la mancha hacia una práctica político‑administrativa
que perfecciona los dos lugares clásicos de marginadores y marginados.
Todos los programas de salud
pueden ser infiltrados desde posiciones religiosas, filosóficas, epistémicas,
cualquiera que sea la teoría a la que se refieran, incluso la metapsicológica.
También desde la política, la economía. Permanentemente un programa está sometido
a estos avatares.
Una propuesta que pretenda
preservarse de la degradación manicomializante debe ser continuamente replanteada
en su proceso, sometida a la producción crítica colectiva, como intento de
verificar los conocimientos de esa propuesta y su relación con los objetivos, y
preservada de las desviaciones y los reciclajes del maltrato. Esto implica
crear lo que puede denominarse como garantía colectiva, la que emerge
precisamente de este quehacer crítico. Son los propios responsables de la
salud, en el campo concreto y no solamente en las instancias de planificación,
quienes deben mantener la suficiente autogestión correctora de su propio
quehacer y defender los buenos tratamientos, una práctica que comienza por
considerarlos a ellos mismos, en relación con el modo de maltrato que en ese
programa puede llegar a concernirlos.
Es un hecho la cantidad de
intentos desmanicomializantes válidos que se realizan, aun en pleno centro del
maltrato manicomial, pero también es un hecho el carácter fragmentario y
aislado de estas acciones. Es que en la cultura de la mortificación, la
intimidación apaga la intimidad necesaria para que un discurso y un accionar
válidos sean escuchados. Por eso es tan importante restablecer la resonancia
íntima en quienes se atreven a enfrentar la intimidación manicomial.
¿Qué otra cosa puede
significar la resonancia íntima, como no sea el estar atento a la producción de
subjetividad, esa que desde todos los tiempos aparece sostenida por la
inteligencia, por la valentía y también por el contentamiento provenientes de
aquello que se intenta esforzadamente hacer bien? Todo esto ajustado a una
visión del mundo y al lugar que uno se ha propuesto ocupar ahí. Sin duda, los
procesos de desmanicomialización son urgentes en lo que concierne a las formas
más graves, representadas no sólo por los manicomios sino por muchas otras
configuraciones de encerronas trágicas en los programas de salud y en los
sociales. Pero dichos procesos son continuos, nunca terminan y requieren
continuas rupturas.
No se trata de una ruptura
que habrá de producirse en el futuro; es ruptura ahora, ya que si en la
encerrona manicomializadora, en sus formas iniciales, juega la esperanza de
alguna luz en el extremo del túnel, probablemente desemboque en lo manicomial.
Ocurre que esa luz es con frecuencia la engañosa entrada de la mortificación y
sus cadáveres. Son "luces malas", a la manera de los fuegos fatuos
que en el campo producen las alimañas al remover el fósforo de las osamentas en
descomposición. Aquí, las osamentas son los restos mortales de lo que tal vez
fueron, en sus comienzos, buenos proyectos.
Los muros de las formas
manicomializantes y de los propios manicomios se rompen hacia el costado de lo
inmediato, única actitud correcta capaz de levantar el escándalo necesario
que se niega a someterse a la familiaridad con lo siniestro.
He señalado que la única
utopía eficaz es la utopía actual, aquella que al negarse a aceptar lo que
niega la evidencia atroz, no se juega esperanzada al engaño del túnel manicomial.
Importa mucho, pero puede que
no se tenga éxito inmediato; hay que seguir intentando esa ruptura del túnel,
sin consolarse con la mala conciencia de que la intención basta.
No siempre es sencillo vaciar
un manicomio, pero el objetivo perentorio es romper la anestesiada ideología
manicomial. También es prioridad desarmar las estaciones manicomiales previas,
para no seguir alimentando esos museos del horror.
Hechas estas breves
consideraciones acerca del manicomio, ese "cuidado de la manía" que
termina maniatando todo cuidado, voy a retomar la enfermedad básica de la
mortificación.
Accedí gradualmente a la idea
de la cultura de la mortificación a través de la descripción de algunas figuras
de la psicopatología institucional. Primero me ocupé de una manera un tanto
analógica, y luego con más precisión, de extrapolar a la dinámica institucional,
tal como ya lo adelanté, aquello que Freud describió, en los comienzos de su
práctica, como "neurosis actuales". Aludía así a los trastornos en la
circulación libidinal que algunos comportamientos sexuales promovían en los
pacientes; veremos que algo semejante ocurre en la situación que estoy
describiendo. Más adelante puse a punto un cuadro que denominé "síndrome
de violentación institucional" (SVI).
Posiblemente, a partir de mi
interés por la tragedia y su presencia larvada o franca en los dinamismos
institucionales, y basado de hecho en mi trabajo con los organismos de Derechos
Humanos, llegué a ocuparme de una figura que considero de particular relevancia
y que conceptualicé como "encerrona trágica".
La encerrona trágica, por su
frecuencia en muchos ámbitos de la cultura ‑y especialmente de la cultura
institucional‑, puede analogarse a una suerte de virus epidemiológico causante
de la mortificación.
Me ocuparé primero del
síndrome de violentación institucional, luego de la encerrona trágica, y dejaré
para un tercer lugar las neurosis actuales, no tanto porque su linaje psicoanalítico
prometa favorecer el accionar del psicoanálisis en las instituciones, sino todo
lo contrario; con frecuencia, constituyen las trampas mayores que tornan
estéril un intento psicoanalítico y hacen de él un mero recurso administrativo‑organizacional.
La constitución de toda
cultura institucional supone cierta violentación legítimamente acordada, que
permita establecer las normas indispensables para el funcionamiento de las
actividades de esa institución. Esto es un principio general de la cultura y
constituye un justo precio, por tratarse del pasaje de lo privado a lo público ‑y
de hecho a las pautas que deben ser consensuadas‑.
Cuando esta violentación se
hace arbitraria en grados y orígenes diferentes, se configura el SVI, que
cobrará distintas formas y niveles de gravedad. Las personas que conviven con
esta violentación verán afectados notablemente la modalidad y el sentido de su
trabajo; éste empieza por perder funcionalidad vocacional, a expensas de los automatismos
sintomáticos que nada tienen que ver con la economía técnica para desarrollar
una actividad conocida. Es así como se configuran verdaderas caracteropatías,
en las que los síntomas cobran valor de normalidad y expresan la tórpida situación
conflictiva en que vive el afectado. Éste perderá eficacia responsable y,
sobre todo, habilidad creativa, por ejemplo, la necesaria para la atención de
un paciente cuando se trata de una institución asistencial. Precisamente es en
los hospitales donde más he tenido oportunidad de observar este cuadro.
En estas condiciones es
difícil que alguien a cargo de un paciente, cualquiera que sea su rango y el
tipo de prestación que brinde, pueda considerar la singularidad personal y la
particular situación de quien lo demanda sufriente, cuestión fundamental para
que los cuidados de un tratamiento se ajusten a lo que he denominado
"buen trato"; me refiero con ello no sólo a los específicos sino a
toda relación social con un paciente dentro de un ámbito clínico que integra
el accionar terapéutico.
Taxi extendido resulta este‑‑‑des‑trato
en el ámbito asistencial, que con frecuencia, cuando en una institución de
esta naturaleza alguien recibe una atención considerada, suele pregonar las
singulares excelencias de ese centro de atención hasta en las cartas de
lectores de un diario.
Debo insistir en que es
propio del SVI la pérdida de funcionalidad de los operadores, degradados a funcionarios
sintomáticos. El mismo término "funcionario" aparece como paradigma
del burocratismo al representar lo que se conoce como "el pequeño gran
hombre". En general, él mismo es víctima de la violentación aunque se
constituya, con sobrados méritos, en un ejecutor manifiesto de ella frente a propios y extraños. Este pequeño gran
hombre encarna, en los casos mayores, la grotesca figura del demiurgo, un
diosuelo menor y autoridad local máxima.
Este autoritarismo,
consecuencia visible del SVI, es percibido, quizá con escándalo inicial, por
cualquier prestatario que concurra a la institución o por cualquier novato reclutado
por ella. Es probable que al cabo de un tiempo tanto uno como otro zozobren obligadamente
a la costumbre, a cambio de mantener la expectativa de recibir algún beneficio
de la institución.
Hablando de los novatos recién
reclutados, puedo citar un ejemplo del SVI que por su frecuencia resulta por
demás ilustrativo. Pensemos en cualquier joven residente de Psicología o de
Medicina, afligido al ver cómo se derrumban sus expectativas vocacionales,
aquellas que lo llevaron a sostener durante años sus estudios universitarios,
para atravesar más tarde los competitivos exámenes con que ganó su residencia.
Ante la realidad que enfrenta, aquellas motivaciones vocacionales aparecen como
un juvenil e ingenuo idealismo. Si no se modifica esta situación, pronto habrán
de caducar sus jóvenes entusiasmos, sobre todo cuando las promesas de capacitación,
como suele suceder con frecuencia, no son atendidas adecuadamente ‑salvo que él
mismo y sus compañeros se esfuercen por organizar algún sistema que las
satisfaga‑. También sufrirá el desengaño de una magra retribución económica,
que lo aleja del legítimo derecho a vivir de su trabajo.
En estas condiciones, es
posible que los principios éticos que presidieron hasta ese momento sus
expectativas de estudiante y de joven graduado se vean conmovidos negativamente.
No es para nada un corrupto, mas la degradación de cuatro aspectos importantes
de su quehacer, por efecto de un sistema que sí lo es y que lo oprime, hace de
él una víctima clara del SVI.
Esta violentación
institucional implica la presencia de una intimidación, más o menos sorda en
función del acostumbramiento, que conspira contra la imprescindible intimidad
para investir de interés personal la tarea que desarrolla. Frente a este desinterés
por lo propio, mal puede alguien prestar atención considerada a la actividad y
al decir de los otros. Cuando la gente no se escucha, se ve favorecida la
aparición de predicadores en un desierto de oídos sordos, estado que puede corresponder
a todo aquel que teniendo algo que decir, al no encontrar escucha degrada su
discurso a vana repetición. La sorda intimidación, cabe insistir, hace
retroceder la necesaria resonancia íntima que permite recibir el decir del otro
investido libidinalmente de interés.
El síndrome de violentación
institucional, como todo síndrome, está integrado por una constelación
sintomática. En primer lugar, se advierte una tendencia a la fragmentación en
el entendimiento, incluso en la más simple comunicación entre las gentes de esa
comunidad mortifcada. Esta modalidad comunicacional abarcará tanto el nivel
administrativo como el que pretenda ser conceptual. A esto alude el desierto de
oídos sordos y sus predicadores. Esta fragmentación conspira contra la
posibilidad de un acompañamiento solidario. Cada uno parece refugiado
aisladamente en e1 nicho de su quehacer, sin que esto suponga en modo alguno
una mayor concentración en la actividad; en todo caso, implica lo contrario.
De este aislamiento se suele
salir para organizar los clásicos enfrentamientos entre "ellos" y
"nosotros", como una precaria y episódica organización de la
fragmentación individual en fracciones mayores. Un "nosotros" que
para nada supone alguna concordancia interna, ya que son frágiles conjuntos
prontos a nuevas dislocaciones. Otro tanto acontece con "ellos".
Un mecanismo prevaleciente en
todos estos cuadros es el que el psicoanálisis define como renegación;
mecanismo que implica, en primer término, un repudio que impide advertir las
condiciones contextuales en las que se vive, por ejemplo, el clima de
hostilidad intimidatoria. Este repudio se refuerza al negar que se está
negando, de modo que a la fragmentación de la comunicación y del espacio se
suma una verdadera fragmentación del aparato psíquico de los individuos. Es por
esto que la renegación, en su doble vuelta, constituye con certeza una
amputación del pensamiento, de efectos idiotizantes, incluso más allá de la etimología
griega.
En esta comunidad de
individuos cada vez más aislados de la realidad contextual y con un
enajenamiento paulatinamente mayor, reina el empobrecimiento propio de la
alienación.
A la fragmentación y la
alienación enajenante se agrega un tercer síntoma, que completa el síndrome,
con los distintos modos y grados de desadueñamiento del propio cuerpo,
situación al parecer relacionada con la falta de especularidad comunicacional y
la merma de estímulos libidinales, efecto de la enajenación. Un desadueñamiento
corporal tanto para el placer como para la acción, a cuyo amparo abundan las patologías
asténicas; un verdadero "genio epidemiológico" propio de la mortificación,
que abarca variadas formas de desgano y cansancio, propio de la mortificación.
Una vez descritos los
mecanismos intrínsecos más evidentes del SVI, consideremos ahora lo que denomino
"encerrona trágica", situación capaz de infiltrar desde el comienzo
mismo todo proyecto cultural, principalmente aquellos que se ocupan de la
salud.
Suelo insistir en señalar que
el paradigma de esta encerrona es la mesa de torturas. Comencé a poner a punto
esta figura cuando trabajaba en Derechos Humanos, precisamente con personas
que habían sufrido distintas formas de tormento. En la tortura se organiza
hasta el extremo salvaje una situación de dos lugares sin tercero de apelación.
Por un lado, la fortificación del represor; por el otro, el debilitamiento del
reprimido. Pero no es necesario llegar hasta ese límite, ya que con harta
frecuencia la organización político‑administrativa perfecciona los dos lugares
de marginadores y marginados, con el consiguiente cortejo de encerronas.
Debe entenderse por encerrona
trágica toda situación donde alguien para vivir, trabajar, recuperar la salud,
incluso pretender tener una muerte asistida, depende de algo o alguien que lo
maltrata o que lo destrata, sin tomar en cuenta su situación de invalidez. Son
múltiples las ocasiones que pueden confirmar esta situación.
El afecto específico de toda
encerrona trágica es lo siniestro, como amenaza vaga o intensa, que provoca
una forma de dolor psíquico, en la que se termina viviendo familiarmente
aquello que por hostil y arbitrario es la negación de toda condición familiar
amiga. Este dolor siniestro es metáfora del infierno, no necesariamente por la
magnitud del sufrimiento, que puede ser importante, sino por presentarse como
una situación sin salida, en tanto no se rompa el cerco de los dos lugares por
el accionar de un tercero que habrá de representar lo justo; esta
representación podrá ser encarnada por un individuo, que asume un modo de
proceder encaminado colectivamente.
Cabe preguntarse acerca de
una aparente contradicción entre la descripción que hago de la mortificación ‑cuadro
donde el sufrimiento transcurre en sordina renegada‑ y esta figura de la
encerrona trágica y su dolor psíquico infernal, en apariencia opuesta a lo anterior.
Al respecto, puedo decir que la encerrona trágica, que he analogado a un virus
infiltrante, causa de la mortificación, es un cuadro inicialmente tumultuoso,
pero precisamente por no vislumbrarse una salida, salvo la que aportaría una
situación mesiánica externa, suele dar paso a la resignación. Lo ejemplifica un
manicomio, donde el maltrato institucionalizado es suficientemente escandaloso
como para que se lo oculte tras los muros de un hospital; el manicomio, como
forma terminal de la mortificación, está internado en un hospital al que
llamamos "hospicio".
Pero sin llegar a estos
extremos, incluso bastante alejado de ellos, es frecuente que en una comunidad
institucional, mortificada y acallada tras los muros de la resignación, surjan
algunos momentos expresivos de las distintas formas de la tragedia y su efecto
siniestro, oprimiendo a quienes viven familiar y cotidianamente con esta
intimidad hostil hecha remedo de cultura "normalizada".
Por cierto, la calidad
siniestra depende de ese accionar renegador, mediante el cual los afectados
terminan secreteando para sí la situación negativa en la que conviven, pero la
hostilidad repudiada como conocimiento termina por infiltrarse tenazmente y
provocar el sentimiento siniestro, que indica entonces un fracaso de la renegación.
Si ésta es exitosa, lo será al precio de la total coartación subjetiva y de una
forma de idiotez que, desbordando su etimología, se hace presente en el institucionalismo,
bien representado en los hospicios por el clásico "hospitalismo".
Esta situación donde,
insisto, se vive cotidianamente con algo que ha perdido toda calidad amigable,
me ha inducido a reactualizar el antiguo concepto de neurosis actuales, como
figuras de particular utilidad para entender la patología institucional.
La neurosis actual (actual neurose) fue descrita por Freud
en un período bastante próximo a la clínica médica, cuando todavía no había
elaborado suficientemente la puesta a punto de la abstinencia que le permitiera
apartarse de la medicina y transitar por la clínica psicoanalítica.
Recordemos que las neurosis
actuales eran atribuidas por Freud a trastornos de la economía libidinal. La
falta de descarga sexual se situaba en el origen de la neurosis de angustia,
en tanto el exceso de esta descarga, sobre todo de naturaleza masturbatoria,
promovía patologías neurasténicas. Freud advertía que en estos cuadros era la
causa actual lo operante, más que algún factor transferencial.
Aunque no lo expresaba nítidamente,
pensaba que estos cuadros actuales, no transferenciales, no se benefician con
el análisis sino que era necesario establecer medidas higiénicas, es decir,
suprimir las conductas patógenas.
Desde el punto de vista
institucional, este énfasis en la supresión de las causas que originan la
mortificación y sus modalidades neurosis actual resulta totalmente legítimo.
Por el contrario, en lo que hace al planteo de Freud en el sentido de la imposibilidad
de analizar estos cuadros, cabe decir que mal podría analizarlos cuando aún no
había puesto a punto , el dispositivo de la neurosis de transferencia, como
pilar central del quehacer clínico psicoanalítico. Pero si bien no estaba
todavía en condiciones definitivas de elucidar el juego transferencial en las
conductas sintomáticas que estamos considerando, prestaba particular atención
a los efectos tóxicos de estos cuadros, tanto en el nivel del aparato psíquico,
con disminución de la inteligencia y del deseo, como sobre el cuerpo,
traducidos en el desgano de las patologías asténicas.
La actualidad de esta
situación puede llegar a resultar lo bastante fuerte como para obstaculizar la
perspectiva histórica que los integrantes de una institución puedan tener de
los acontecimientos que han ido precipitando el conflicto presente. Entonces
parecen pensar sólo en los factores contemporáneos como causa de la situación
que se está viviendo.
Lo interesante es que en
estas circunstancias propias del SVI, el grupo de mayor presencia en una institución
‑pensemos en el personal de planta de un hospital‑ tiende a asumir en conjunto
una actitud y una posición de sitiado frente a los pacientes, visualizados
como sitiadores. Como sitiados desarrollarán comportamientos muy semejantes a
los que Freud describía en las neurosis actuales. Algunos empiezan a trabajar
a destajo, configurando algo similar a aquel exceso de descarga capaz de
generar cuadros neurasténicos. También aparecen actividades ejecutadas con
desgano, aun en el trabajo a destajo, causadas por la falta de investimiento e
interés libidinal, ya que lo que se hace está presidido por mecanismos
automáticos, con marcado desadueñamiento del cuerpo. Puede ocurrir que la
morbilidad hipocondríaca aumente sensiblemente, sobre todo frente a un trabajo
que termina por producir efectos tóxicos. Otros, en cambio, procurarán eludir
las tareas, dibujando respuestas semejantes a las neurosis de angustia, en
general de modalidad depresiva.
Este incremento de la
morbilidad en general origina al poco tiempo bajas en el personal, y afecta
principalmente a quienes asumen responsabilidades directivas.
Todos estos síntomas a los
que me refiero pueden tener cierta evidencia durante un tiempo, para luego
entrar en procesos adaptativos que corresponden más a lo que describo como la
"estabilidad mortificada". En estas condiciones, no resulta fácil
hacer un rastreo histórico de la causa o los disparadores del sufrimiento, que
sin duda existen; todo parece impregnado por un presente continuo que hará
cada vez más grave la situación, aunque ésta, paradójicamente, aparezca con menos
manifestaciones sintomáticas explícitas en la medida en que el cuadro vaya
haciendo de la mortificación cultura, traducida en una red de normas administrativas.
La institución tal vez se transforme en clienta de sí misma, muy alejada de sus
objetivos específicos.
Puede pensarse que una
institución donde lo instituido ha cristalizado y obstaculizado los dinamismos
instituyentes, configura una neurosis actual en sí misma, más allá de la presencia
que este cuadro tenga en el nivel individual de sus miembros. De hecho, la cultura
de la mortificación bien podría ser denominada cultura de las neurosis
actuales.
Ya señalé que las neurosis
actuales tienen una importancia relevante, a título de obstáculo, cuando se
intenta montar algún dispositivo psicoanalítico para una intervención, sobre
todo porque en la numerosidad social no estamos asistidos por los clásicos
pilares del análisis individual que, desde la abstinencia y la asociación
libre, organizan la captura de la transferencia neurótica en neurosis de
transferencia.
El analista suele quedar
atrapado en las neurosis actuales, y corre el riesgo de desarrollar él mismo un
comportamiento semejante, sin poder hacer una exploración histórico‑genética,
cuando en la mortificación prevalece la convicción de que "las cosas son
así"; estas "cosas así" aíslan y esterilizan el cometido de un
analista, obstaculizando su llegada a los individuos y sus procesos de
subjetividad. Todo lo cual posiblemente esté en relación con lo que Freud
señalaba, en cuanto al carácter tóxico de las neurosis actuales, que las hace
parecer no transferenciales en función de la fuerte coartación subjetiva.
Freud comprendía que los
comportamientos sexuales perturbadores de la economía libidinal, subyacentes en
estos cuadros, estaban condicionados por las pautas culturales de esa época. En
las instituciones ocurre algo semejante, cuando los conflictos hacen costumbre
y cristalizan en un "las cosas son así". Entonces zozobra la
singularidad subjetiva de quienes aparecen impregnados por un pensamiento que
tiene en realidad poco de tal, asimbólico y concreto, a la par que se
establecen vínculos de modalidad adicta, otra manifestación de la toxicidad.
Quiero señalar algo que
considero de particular importancia para comprender el complejo panorama de la
mortificación. Si bien he centrado mi enfoque en las instituciones asistenciales
pasibles de ese diagnóstico ‑no todas lo son‑, en general, su situación, aún la
de las más afectadas, dista mucho de igualar las condiciones adversas propias
de las comunidades asistidas por ellas. Por ejemplo, es correcto hablar, en
muchos casos, de la pobreza crónica de recursos de un hospital, pero son sin
duda los sectores más marginados que a él concurren los que soportan en grado
mayor el escándalo de la miseria.
Me interesa destacar que al
reflejar el contexto social, la institución pone en marcha un dinamismo merced
al cual tiende a dramatizar en sí misma las características del campo sobre el
cual desarrolla sus tareas principales, algo así como asumir, a la manera de un
contagio, la mortificación de los asistidos. De manera tal que si bien puede
reconocerse, en algunas circunstancias institucionales, una auténtica cultura
de la mortificación con sus SVI, sus encerronas y su actual neurosis, esto no
es universal; sí lo es, en cambio, la dramatización que refleja las
condiciones más difíciles que soportan las personas sobre las que opera la
institución. Circunstancia que se ve facilitada cuando no existen los suficientes
recursos ni la firmeza vocacional necesaria para sostenerse en tan difícil
situación. Desde la perspectiva psicoanalítica, que para nada supone
facilitación, sino todo lo contrario, se hará más ardua la tarea, tal vez en
función de aquel pensamiento freudiano que considera al psicoanálisis un
quehacer imposible. Si esta consideración es aplicable en el ámbito favorable
de la neurosis de transferencia, tanto más cuando se trata del sujeto y la
subjetividad en emergencia mortificada. Precisamente por eso vale la pena, que
con pena es la cosa, que el psicoanálisis intente presencia.
Lo de imposible es un alerta
de Freud frente al furor curandis; lo
cierto es que en su siglo de vida, el psicoanálisis ha enfrentado, con
significativos éxitos, los desafíos de la psiconeurosis; ahora, terminando el
milenio, este desafío sigue siendo el mismo, pero a él se agrega el
enfrentamiento con el ambiguo campo de la salud mental, campo difícil de
demarcar y definir.
En las varias décadas de mi
práctica psicoanalítica, tanto en el consultorio privado como en la acción
pública con las instituciones, he ido, enriqueciendo razonablemente mi equipamiento
teórico y metodológico, pero este enriquecimiento me enfrenta con una situación
en cierta forma paradójica, ya que cada vez me conduce más hacia el campo de la
pobreza mortificada.
No se trata de alguna forma
de samaritanismo, que no es mi estilo; tal vez me guía un imperativo no ajeno a
lo que he señalado como vocación por la tragedia. Sin embargo, entiendo que
ésa no es la única ni la mayor razón, sino que parto de la convicción de que el
psicoanálisis, que no gobierna ni educa, y hasta por momentos no analiza en el
sentido tradicional del término, tiene una oportunidad importante en el campo
de la salud mental, sin morir necesariamente en la demanda.
En todo caso, si el
psicoanálisis es una disciplina idónea para abordar la subjetividad, no tiene
sentido que deje de operar allí donde el sujeto está en emergencia.
De ninguna manera las cosas
son fáciles en estas condiciones para una práctica psicoanalítica ‑y los
límites suelen aparecer de muchas formas‑. Uno de ellos, aunque no insalvable,
corresponde al sesgo político que puede disparar un proceso de desmortificación.
Así, por ejemplo, la acción movilizados tal vez por obra de alguna intervención
institucional hecha desde las perspectivas psicoanalíticas, o de cualquier otro
ángulo crítico que pretenda fundar nuevas condiciones, puede llegar a producir
modificaciones sustanciales. Así, las personas que han permanecido aisladas
buscarán agruparse y recuperar cierto sentido gregario del oficio. Entonces, es
posible que desde alguna instancia jerárquica intra o extrainstitucional
aparezca, bajo distintas modalidades, una calificación de este nuevo contexto;
en tiempos fuertemente represivos, el nuevo accionar grupal podrá ser
denunciado como delito de asociación. Por supuesto, es más probable que se
trate sólo de una velada descalificación, sin que llegue a tomar la magnitud de
delito, pero no puede descontarse que la sanción punitiva se produzca bajo
cualquier enmascaramiento.
Otro tanto sucede cuando
empieza a producirse un pensamiento, no necesariamente original, pero que rompe
con una estabilidad alienada. Entonces, puede que se sancione esta renovada
actividad pensante como delito de opinión o al menos como inoportuna
perturbación de lo establecido.
Por supuesto, mucho más
específica será la descalificación si surge alguna movilización como resultado
del readueñamiento del cuerpo, abriendo los horizontes de la acción.
Estas consideraciones
ilustran el modo como un analista institucional puede llegar a encontrarse al
enfrentar situaciones que poseen un sesgo político, tales como las que estoy
abordando. Circunstancias en las que el analista no es un líder político, mas
no podrá dejar de estar atento, como toda persona que desenvuelve su acción en
el campo social, a la dimensión política propia de la condición humana, se haga
o no cargo de ella.
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