Son diez o doce personas
asustadas –un grupo. Se sientan alrededor de un saco lleno de miedos: el miedo
a la soledad, el miedo al pasado, al presente y al futuro. Son unas cuantas
personas trémulas que entre sí han decidido el fingimiento de ignorar la
presencia del saco –y a esto le llaman valor. Son unas cuantas personas mudas
de terror, que se ríen, se hacen preguntas y respuestas –y a eso le
llaman comunicación. Pero el saco esta ahí.
El grupo se agita, fermenta,
organiza, tiene ideas, discute, pone, dispone y contrapone, se lanza a
interminables charlas en las que el mundo es deshecho y rehecho –mientras que
dentro del saco se anudan los miedos, viscosos como limacos, a la espera de su
hora. Son diez o doce avestruces que esconden cautelosamente la cabeza en la
arena y mueven en compañía sus colas emplumadas. Y son inteligentes. Todos han
venido de muy lejos y saben mucho. Han leído todas las bibliotecas, han
contemplado todos los cuadros de todos los museos, han oído toda la música
existente. Tienen en el bolsillo de la chaqueta o en su cartera de mano las
treinta y seis maneras radicales de transformar el universo próximo o remoto
–pero ninguno de ellos ha transformado su pequeña vida personal y, en algunos
casos, ésta ha sido desgraciadamente transmitida.
Cuando el grupo se dispersa (cosa
inevitable, de vez en cuando, hasta por razones de higiene), continúa, de
lejos, gravitando en torno del saco de los miedos. Ahí, el miedo a la soledad
hace converger de nuevo los doce planetas en el foco central del sistema. Cada
cual, presenta entonces su flaqueza y se espera que de doce debilidades nazca
una fuerza. El grupo tiene esta ilusión.
Pero en la naturaleza profunda
del hombre (y en su responsabilidad) está el que la confrontación de sí mismo
con la vida tenga que pasar por una batalla personal con los miedos que la
niegan. Y de nada sirve para la resolución del segundo problema (ser, siendo
entero) esa embriaguez en común, ese paraíso artificial que es el grupo. El
miedo a la soledad sólo puede ser vencido después de un cuerpo a cuerpo con la
total desnudez del alma (si me explico bien) o de la abstracción a la que damos
ese nombre. Y esa victoria no fue alcanza, ni siquiera ha sido quizá iniciado
el combate, si se va a buscar en el grupo el mítico remedio, la panacea
universal. Eso es aceptar la derrota antes de la primera escaramuza.
Hay también la vejez y la muerte.
Aquí está el espejo y su lenguaje. Aquí está el brazo que no ciñe ya con su
fuerza antigua. Aquí está el corazón que empieza a negarse a subir la cuesta.
Aquí está el dolor sordo que anuncia lo irremediable. Aquí está el tiempo y el
fin del tiempo. Del nuestro, del tiempo que le ha sido correspondido a cada uno
de nosotros y cuya medida nos ocultan, pero que suena como el cantar rápido del
agua que va subiendo en el cántaro. Aquí está, pues, la vejez y la muerte.
Antes de ese miedo, estaremos solos. Es nuestra batalla particular, aquella en
la que, en el fondo, más arriesgamos, porque es el cuerpo lo que está en juego,
el cuerpo, que va perdiendo lozanía y vigor, belleza (si la tenía), la máquina
esplendorosa hecha para la luz y a la que la luz abandona. Pero son tales las
virtudes que el grupo tiene, que en él vamos a buscar la ceguera útil, ayudados
por el espectáculo consolador de la decadencia de los otros.
Por fin, hay el miedo del pasado,
del presente y del futuro, generador de las angustias cotidianas, sombra y
amenaza constantes. El grupo pone en común tres o cuatro esqueletos del pasado
de cada cual, lo que permite de la instauración de una benévola aristocracia de
sentimientos, a través, naturalmente, de la lisonjera práctica del elogio
mutuo. Pero el armario de los esqueletos con defectos óseos, ese, continúa bien
cerrado, y la llave la guarda uno mismo y su copartícipe, si el patrimonio
osamentario es común a dos. En cuanto al presente, el miedo está al alcance de
la mano, al alcance del grupo, porque nada de aquello va a durar, porque el
grupo segrega de su contradicción el veneno que lo destruirá. En el futuro. Mañana.
Hasta el próximo grupo.
O hasta que cada una de las diez
o doce personas descubra que es en sí misma donde está el mal y tal vez también
el remedio. Y que el grupo es, a fin de cuentas, un poco de agua turbia donde
va a diluirse y desaparecer, como frágil terrón de azúcar, la roca amarga y
vertiginosamente lúcida (y por eso es capaz de alguna alegría perfecta) que es
lo mejor de esa grandeza a la que suele llamarse condición humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario